
Bueno, ¿saben qué? Hay esos momentos cotidianos que te sacan de la rutina, ¡como cuando estás en medio de preparar el arroz con leche y… de repente una vocecita surge entre los remolinos de canela: ‘¿Por qué el agua hace burbujas al hervir?’. Confieso que, al principio, yo también agarraba el móvil con cara de qué invento es éste. Pero ahí, entre sartenes y preguntas sin fin, descubrimos que la inteligencia artificial puede ser ese compañero que convierte la curiosidad en complicidad. No se trata de pantallas que distraen, sino de herramientas que amplían los ojos asombrados de nuestros hijos y, de paso, nos regalan una nueva forma de conectar con ellos.
De interrogatorios a expediciones científicas
Y fue en uno de esos paseos por el parque, completamente espontáneo… Lucas señaló un charco irisado: ‘¿Por qué brilla como jugo de duende?’. Hubo veces que, honestamente, la respuesta era ‘no lo sé hijo, eso lo veremos después porque ahora mismo estoy un poco saturado’. Pero esa vez, en lugar de mi explicación chapucera sobre refracción, sacamos el móvil. ‘Alexa, ¿cómo se forman los arcoíris en los charcos?’. La voz calmada describió prismas invisibles mientras sus ojos se abrían como platos. ‘¡Es magia de gotitas!’, susurró. Ahora nuestras caminas son safaris de preguntas. La clave no está en la respuesta perfecta, sino en compartir el asombro.
¿Qué pasaría si cada caminata convertimos en una expedición científica? Incluso en la bañera inventamos juegos: ‘¿Crees que las nubes son algodones mojados o mantas de gigantes?’. Las teorías de Lucas superan cualquier libro de texto.
La tecnología no reemplaza esos diálogos, los enriquece con nuevas dimensiones. Cuando preguntó por qué la masa del bizcocho crecía, vimos un timelapse de levadura burbujeante. Ahora cada vez que horneamos habla de ‘bichitos panaderos’. Las preguntas siguen lloviendo, pero ahora tenemos paraguas para bailar bajo ellas juntos.
La verdadera magia no está en tener las respuestas, sino en compartir la maravilla de buscarlas juntos.
El asistente secreto de papá para preguntas imposibles
Confieso algo: mis noches de Googlear ‘por qué los pulpos tienen tres corazones’ estaban quemando mis pestañas. Hasta que descubrimos los chatbots infantiles. Ahora los domingos son ‘Tardes de detectives locos’. Ver una IA generar dibujos animados de fotosíntesis fue revelador. ‘¡Mira, las hojas son fábricas de caramelos de aire!’, gritó Sofía. Empezamos juegos previos: ‘Adivina si las jirafas duermen paradas’. Luego confirmamos con una búsqueda visual. (Spoiler: duermen ¡9 minutos por siesta!)
Lo inesperado fue redescubrir mi propia curiosidad. Al buscar por qué los girasoles siguen al sol, aprendí que lo hacen ¡solo hasta florecer! Ahora nuestra nevera tiene un ‘rincón de misterios’, donde pegamos preguntas como imanes. La última perla: ‘¿Las plantas tienen dolor de muelas?’. Habrá que estudiar botánica antes del café mañana.
Plantando semillas para futuros exploradores
Un truco valioso: enseñar a reformular preguntas. ‘En lugar de ¿qué hace la luna?, prueba ¿quién le pinta la forma diferente cada noche?’. La IA era nuestra aliada, hasta que Lara le explicó a su abuela: ‘No es magia, abu, son instrucciones como cuando tú hacías las croquetas de ibéricos con esos secretos que yo todavía no descubrí!’. El equilibrio entre pantallas y experiencia es clave. Después de ver un video de eclipses, recreamos uno con una naranja y una linterna. (El experimento terminó en zumo recién exprimido, claro).
Lo esencial no es criar pequeños genios tecnológicos, sino nutrir su capacidad de asombro. Cuando veo esos ojos brillantes de curiosidad mientras investigamos juntos, me pregunto si tal vez, solo tal vez, estoy enseñándole algo más que ciencia. Le estoy enseñando que juntos podemos descubrir cualquier misterio. Y aunque mañana olviden los datos, recordarán que cada pregunta era una isla por descubrir juntos.