
Recuerdo esa tarde mientras cortábamos pimientos juntos para la cena. De pronto, nuestra hija, con sus manitas llenas de pimientos rojos y verdes, empezó a alinearlos como soldaditos preguntando: «¿Por qué los verdes son más cabezotas que los rojos?»
¿Les suena familiar?
Lo que siguió fue una hora de experimentos con semillas en algodones húmedos que terminó con el alféizar de la ventana convertido en laboratorio.
Es en esos momentos cotidianos, mientras pelábamos patatas con paciencia de científicos, donde entendimos claramente que la curiosidad no se enseña: se cultiva.
Cuando decir ‘no sé’ es el mejor regalo

¿Cuántas veces nos han pillado en curva con esas preguntas imposibles? «¿Por qué el mar no se desborda si los ríos nunca paran de llenarlo?» Esos segundos mágicos donde las miradas cómplices entre padres dicen: «Esta es buena…»
No evadimos, abrimos puertas. En casa creamos un frasco de ‘Misterios por resolver’ donde anotamos esas dudas para investigar juntos los domingos.
¡Qué maravilla descubrir en familia: «Hoy exploraremos tres respuestas posibles… ¡y tal vez cuatro nuevas preguntas!»
Los mejores laboratorios no tienen paredes
El supermercado se convierte en clase de economía cuando comparamos precios por kilo. El parque es aula de física balanceándose en los columpios.
Aprendimos que transformar lo mundano en magistral es nuestro superpoder: los charcos después de llover se vuelven lecciones de meteorología, la masa de pizza nocturna enseña reacciones químicas.
«¿Sabes que amasar así es como dar abrazos a la harina?» le dije una vez mientras modelábamos figuras juntos.
El fracaso como semillero de preguntas nuevas

Cuando el volcán de bicarbonato del proyecto escolar no hizo erupción, abrazamos primero la curiosidad: «¿Qué nos enseña este experimento silencioso?»
Esa pregunta cambiaba todo. Creamos un álbum de ‘Obras maestras inesperadas’ donde archivamos proyectos fallidos con sus hipótesis revisadas.
Celebrar una tarta desinflada como «maravilla de la termodinámica» nos enseñó algo clave:
la curiosidad florece cuando separamos el valor del niño del resultado del intento
Las lecturas compartidas que van más allá de las páginas

Aquel libro sobre el espacio que leíamos en voz alta transformó nuestras cenas. «¿Será la pizza en Marte redonda como aquí?» inició una conversación que derivó en física usando pelotas de tenis.
Descubrimos un ritmo mágico: por cada página leída, dos preguntas lanzadas como cohetes. «¿Tú qué harías si encontraras un planeta nuevo?»
Ahora cada libro tiene su cuaderno de dudas anexo, donde las preguntas crecen como enredaderas fascinantes.
La paciencia como fertilizante del asombro
Cuántas veces hemos pausado los platos sucios para maravillarnos mientras descubren cómo desmontar el exprimidor «para liberar a la naranja». Esos minutos de aparente caos son inversión en futuros innovadores.
Nuestro mantra secreto: «El aprendizaje sigue el ritmo del corazón, no del reloj«.
Y cuando el camino se enreda: «Déjale que lo intente un poco más… su mente está construyendo caminos nuevos«.
