
Hay un momento en la tarde que todos reconoceremos. El sol ladea sus rayos, la casa está en pausa y, en esa quietud, aparece un visitante incómodo: la culpa. Se instala en el sillón, como si supiera que ya es tarde, y empieza con sus preguntas: «¿Y si hoy fue demasiado?», «¿No deberías haber…?», «¿No te falta…?» Ahí estamos, madres y padres, cargando con un peso que no se ve, pero pesa. Y hoy, ¿qué tal si nos damos permiso para dejar de culpar y empezar a entender que, quizás, ya estamos haciendo bastantes cosas bien?
El lenguaje que cambió en mi casa
¿Recuerdas aquella frase que te soltábamos, casi sin darnos cuenta? «Ese plato, ¿por qué no lo has cogido aún?» Solía decir eso, hasta que el día que la escuché salir de la boca de mi hija, cruzando los brazos frente a sus hermanos. Me senté en la habitación vacía, pensando: ¿cómo llegamos al punto de convertir la crianza en un tribunal de reproches?
No es una culpa, no. Es un llamado a oírnos. Y, quizás, hay un momento en que cada uno de nosotros descubre, casi como una revelación, que la forma de comunicar puede ser más importante que el mensaje.
¿Qué tal si sustituimos frases por gestos? ¿Qué tal si en vez de la pregunta, ponemos una mano en el hombro que diga, sin palabras: «¿Vas a recogerlo juntos?»
¿Y qué hacer cuando los demás opinan sin parar?
Y mientras navegamos estos momentos íntimos, a veces el mundo exterior nos juzga sin comprender… Ahí viene, la cuñada que te da lecciones en el supermercado, el vecino que sabe que «no deberías dejar que llore». Y te duele, ¿no? Porque nadie, repito, nadie, les dice a ellos que lo tuyo, esta crianza, es un acto de valentía diaria, no de perfección.
Estoy aprendiendo, como todos los demás.
Pero aquí hay algo que aprendí: la culpa, cuando se siente en el cuerpo, a veces, es solo un mensaje que nos hemos pasado. Y, ¿sabes? Decir, con una sonrisa, un simple «Te agradezco, pero estoy justo en el proceso», ha desarmado más conversaciones incómodas de lo que imaginas.
¿Qué pasa cuando gritamos, perdemos la paciencia?
Imagínate esto: un día, tras una de esas rabietas, te quedas vacío, sin fuerzas ni palabras. Y luego, llega, otra vez, la culpa. Pero ¿por qué? ¿No es esta justo la chance de mostrarles que, también, los padres flaquean?
Y cuando, en la noche, te acercas a su cuarto, con una voz que ya no es tan firme, y les dices: «Perdón si te asusté hoy. Y aunque estoy aprendiendo, quiero que sepas que te amo». Ahí, justo en ese momento, no estás enseñando que eres perfecto, les estás mostrando, en carne viva, que el amor a veces, también se disculpa, se reconstruye, y vuelve a empezar. Y eso, ¿sabes qué? No hay pantalla que lo pueda captar.
El secreto no está en guardar, sino en compartir
Hay un recuerdo, en mi familia, que no está en ninguna foto: como las noches de cena donde juntamos tradiciones y risas, llenas de sabores que conectan generaciones. Pero, cuando lo mencionamos, todos nos sentimos más cerca en el sofá. Ese día, cuando el niño pequeño, con la voz más lenta que se pueda imaginar, dijo: «¿Sabes, que incluso cuando te enojas, sé que quieres que esté bien?»
Ese quizás, sea el momento en que nos dimos cuenta de que la crianza sin reproches no es una meta, sino un camino. Que, en cada paso, aunque nos salgamos del camino, volvemos a empezar, con más amor, con menos señas, con más tiempo para mirar, y con un corazón lo suficientemente grande para entender que nos llevamos, ese día, también a nosotros mismos.
¿Cómo empezar hoy?
Te propongo algo que a mí me ha salvado: un pequeño ritual. En las noches, antes de irnos, tocamos, sin decir nada, la puerta de la habitación de los niños. Y nos detenemos, solo un instante, a oír su respiración.
Y esa respiración tranquila… ¡lo dice todo! Sin palabras, sin reproches. Solo estamos aquí, hoy, y mañana… ¡otra oportunidad de querer lo mejor!
Fuente: GoPro’s Max 2 sets the bar for 8K quality, pero la cámara 360 no está exenta de fallos, TechRadar, 2025-09-23