
La luz de la cocina sigue encendida pasada la medianoche. El sonido del agua en el fregadero. Las manos que doblan la ropa con la precisión de quien sabe que cada pliegue es un ladrillo en esta construcción callada. Así es como se edifica lo que nos mantiene de pie: en esos pequeños gestos que nadie ve, pero que todos sentimos.
Lo que expresan las manos
¿Se han fijado en cómo ella prepara el desayuno? La manera en que corta la fruta con cuidado de que cada trozo sea igual… como si midiera, en cada tajada, cuánto amor necesita ese día. Esa rutina, ese gesto que parece mecánico, encierra una verdad que no se encuentra en los manuales: la fortaleza está en la constancia de lo pequeño.
Recuerdo cuando la vi reorganizar la despensa con un método que solo ella entendía. ‘¿Hacemos inventario?’, pregunté. ‘No, amor’, me corrigió, ‘es para que no falte nada cuando los niños necesiten algo’. Así son las pequeñas cosas del día a día: las herramientas que nos permiten sobrevivir con dignidad a los días difíciles.
Lo que no se mide
En las últimas semanas, he notado algo que nunca podría contabilizarse. Esa forma que tiene de preguntar ‘¿cómo te va con eso, cariño?’ mientras el caos estalla a su alrededor. O cómo se acuerda de que la luz de la escalera hay que cambiarla, aunque no se lo diga nadie.
La resiliencia compartida consiste en eso que no se fotografía, no se publica
.
Como cuando los niños se empeñan en hacer algo que no se les da bien y ella, en lugar de corregir, les pregunta: ‘¿Qué nos dice tu corazón?’ Así construye nuestra historia en común: en la confianza de que se puede equivocar con gracia.
La fuerza del ritual
Cada noche, cuando todo parece estar a punto de desmoronarse, ella hace algo que me recuerda nuestra fortaleza… la leche caliente y los cuentos que se leen de manera diferente, aunque los conozcamos de memoria. En esas pequeñas certezas encontramos la fuerza para continuar.
Hay un día que me quedará grabado
: el que estuvo lloviendo desde las 6 de la mañana. Acabé con la mochila y la chaqueta empapada, mientras ella, en silencio, preparó otro baño caliente. Lo que soluciona sin que se lo reconozcamos. Eso es la fuerza de lo cotidiano.
Cuando lo que no se ve importa más
A veces, al mirar su rostro cansado, pienso en cuánto deja pasar. Las veces que dejó su café… Las que revisó si la mochila tenía todo lo necesario. El modo en que sabe que cada tarde es tiempo de respirar antes de la siguiente tormenta.
Saber, sin que nos lo digan, que nos tienen a un lado.
Lo que podemos hacer
es simple: valorar, reconocer, imitar en silencio esos pequeños gestos que nos mantienen, día a día, en nuestra casa común.